Así pues, para asegurar el éxito del primer Concurso de Cante Jondo era necesario salir a la busca de aficionados cabales y anónimos por tabernas, barrios, pueblos y cortijos. Manuel Ángeles Ortiz y Federico García Lorca formaron una de aquellas brigadas que recorría al azar o siguiendo alguna pista más o menos vaga el paradero de los aficionados que Falla había imaginado para proveer el certamen. Manuel Ángeles reconstruyó aquella pintoresca cacería de cantaores: “Preguntábamos por los viejos del lugar que supieran estilarse […]. Uno de nuestros grandes descubrimientos fue una viejecilla granadina que cantaba como los ángeles polos, las livianas y las tonás antiguas”. Una vez localizada, aceptó subir todas las tardes al carmen de Falla, en la Antequeruela, a interpretar sus cantos, sobre todo tonás, que el compositor trataba inútilmente de atrapar en la partitura. “Era una cosa muy difícil”, recuerda Ángeles Ortiz, “porque el medio tono y el tono roto no tienen la nota pura”.
Aquella legendaria y peregrina indagación logró otra recompensa cuando Ángeles y Lorca descubrieron a dos singulares cantaores camuflados en oficios menos jondos (aunque seguramente llenos de hondura artesanal): Juan Crespo, de oficio sombrerero, que se “estilaba” por soleares, y Rafael Gálvez, un “pescaero seguiriyero” que hizo las delicias de todos.
Tan en serio se tomaron las pesquisas que ambos inspectores de tabernas rompieron a cantar: “Federico decía que cantaba mejor que yo. Y es que los dos nos soltamos a cantar flamenco por aquellos días de búsqueda. Y ahí nació la controversia sobre el cante de Federico y el mío”, bromeaba el pintor.
Federico dejó descritas una de aquellas salidas con Ángeles Ortiz: “Llegas a una aldea en la que te han indicado que vive uno de estos hombres prodigiosos. Vagas por las calles y las cortinas entreabiertas a tu paso vuelven a cerrarse… Dos viejos están sentados en un banco. Tú te sientas en otro. Miras cómo el sol se come la sombra, y es posible que te quedes allí tanto tiempo que veas que la sombra se come el sol, pero hay algo que te dice que no debes moverte… De pronto, de la garganta de uno de los ancianos brota una modulación a la que el otro responde… Cantan dialogando, por los bajines, para ellos solos […]. El jondo nace, vivo, de las gargantas quebradas. Y su pie derecho, con un golpeteo apenas audible, marca este tiempo fuera del tiempo que es uno de los misterios del cante grande”.
Muchos de los candidatos acababan en la casa de Falla. Emilia Llanos recuerda el recogimiento religioso con que el compositor escuchaba a los cantaores. Admiraba, cuenta Marie Laffranque, especialmente a un niño que cantaba tan portentosamente los martinetes que después de escucharlo perdía el apetito.