“Mariana Pineda fue una de las más grandes emociones de mi infancia. Los niños de mi edad, y yo mismo, tomados de la mano en corro que se abrían y cerraban rítmicamente, cantábamos con tono melancólico, que a mí se me figuraba trágico; `¡Oh! Qué día más triste en Granada, / que a las piedras hacía llorar / al ver que Marianita se muere / en cadalso por no declarar´ (…). Marianita, la bandera, de la libertad, Pedrosa, adquirían para mí unos contornos fabulosos e inmateriales de cosas que se parecían a una nueve, a un aguacero, a una niebla blanca en copos, que venía a nosotros desde Sierra Nevada y envolvía el pequeño pueblo en una blancura y un silencio de algodón. Un día llegué, de la mano de mi madre, a Granada: volvió a levantarse ante mí el romance popular, cantado también por niños que tenían las voces más graves y solemnes, más dramáticas aún que aquellas que llenaron las calles de mi pequeño pueblo, y con el corazón angustiado inquirí, pregunté, avizoré muchas cosas, y llegué a la conclusión de que Mariana Pineda era una mujer, una maravilla de mujer, y la razón se su existencia, el principal motor de ella, el amor a la libertad”.
“Materializando aquella figura ideal, antojábase a mí la Alhambra una luna que adornaba el pecho de la heroína: falda de su vestido, la vega bordada entre los mil tonos de verde, y la blanca agua, aquella nieve de la sierra, dentada sobre el cielo azul, puntilla labrada a la dorada llama de un cobrizo velón”.