Agustín López Macías, alias Galerín, de El Liberal de Sevilla, comenzó su crónica, que pretendía ser colorista, de la primera velada del Concurso de Cante Jondo de 1922 de este modo tan estrepitoso: “Se hizo en la plaza un silencio imponente. ¡Cuatro mil personas calladas, de ellas dos mil mujeres!… ¿Cabe mayor éxito?”.
Luego apareció Ramón Gómez de la Serna, el genio de El Pombo, y explicó de qué iba aquello. Las greguerías se las guardó para su crónica en El Liberal: La saeta es una cerbatana que busca a Dios; la toná la inventó uno que fue asesinado por la espalda y no supo quién lo mató.
Y tras Ramón, se abrió el desfile: primero, dos niños; uno de verdad y otro de nombre. El de verdad, Manuel Ortega Juárez, Caracol o Caracolillo, un chico de once años, hijo de un mozo de espadas de Sevilla, que aspiraba al premio de seguiriyas, y a su lado Manuel Gómez Vélez, Niño de Huelva, de veinte años, uno de los mejores guitarristas del momento. Caracol se arrancó por seguiriyas y remató en dos saetas “modernas y formidables”. Tras Carmelita Salina, Frasquito Yerbabuena, el peculiar cantaor que, salvo en las fiestas privadas, sólo actuó dos veces en público, la primera en el concurso. Se estiró, según Galerín, por “soleares y sopas de puchero”.
Y tras Yerbabuena, la estrella del concurso. Se hace el silencio y aparece la sombra de un viejecito encorvado, camina despacio, como si fuera a tropezar en cualquier momento. Los más optimistas le echan sesenta años pero otros, por sus andares titubeantes, ochenta o más. En realidad, tiene 72 años y había sido profesional tres décadas antes. Su carrera se acabó cuando en una pendencia le atravesaron un pulmón y lo dejaron sin fuelle. Quizá por contraste con sus pasos lentos corre el bulo de que ha venido andando desde Puente Genil. La broma, sin embargo, cuela salvo para Galerín que apunta: “Ríase usted de lo de vení andando. Tendría que salí el año pasao….”. Se sienta al lado del tocaor Montoya, y de pronto El Tenazas, que ese es el apodo de Diego Bermúdez de Morón, arranca con voz clara de muchacho y ataca el polo y la caña, y acaba por soleares y seguiriyas. “Una cosa muy seria”, dicen unos, “canela fina” juzgan los otros. Manuel de Falla, que ya lo ha oído, dice que es un arsenal de canto; Ramón lo llama “el profeta Elías”, y el público, que casi no tiene palabras de entusiasmo, le hace el coro: “¡Estenazas, Estenazas, Estenazas…!”. Y Estenazas, a la postre, ganaría el concurso a medias con el niño Caracol.
Otro espectador de excepción, el rinconcillista José Mora Guarnido, describe a El Tenazas como una “momia de las tabernas andaluzas” pero “con una voz de trueno y una profunda sabiduría de cantaor sincero”. El Tenazas dejó pasmado en las audiciones a Chacón con una serrana: “Yo tenía en mi rebaño, / una cordera, / de tanto acariciarla / se volvió fiera”.
“Parecía que, como apóstol de un credo antiguo y perdido, se hubiera de pronto encontrado vivo y resplandeciente, a su Mesías”, agrega Mora. Tras él, La Macarrona y su cuadro que bailaron por tangos y alegrías.
Galerín, a lo suyo, da cuenta del intermedio en el que se “bebió de lo lindo”, y apunta: “La iluminación del patio era tan bella como las mujeres que a cada paso se admiraban”.
La segunda parte la llenaron Manuel Torre, Niño de Jerez, que se arrancó por una seguiriya clásica; Antonia Muñoz, la ciega de la calle de la Cruz de Granada y sus alumnos; La Macarrona y María Amaya; La Gazpacha, en compañía de Pepe Cuéllar, que interpretaron la cachucha y una saeta.
El Niño de Jerez, en medio de un silencio sepulcral solo roto por los gemidos de las gitanas, eligió una seguiriya clásica: “Vamos a jincarnos de roílla / que ya viene Dios; / que va a recibirlo la pobrecita de mi mare, / de mi corazón”.
El presidente del jurado, animado por el público, transige en abandonar su puesto de mando y promover el delirio colectivo a golpe de cañas y polos y una granaína de remate: “Quiero vivir en Granada / porque me gusta oír / la campana de la Vela cuando me voy a dormir”.