El poeta, ensayista, autor dramático y político Jorge Zalamea Borda nació en Bogotá (Colombia) en marzo de 1905, en donde, muy joven, se convirtió en un activo y valorado ejemplo la cultura de la primera mitad del siglo XX. Comprometido con la causa de los pobres, escribió poesía, teatro y ensayo, y alcanzó notoriedad como traductor del premio Nobel francés Saint-John Perse. Falleció en 1969 en la capital colombiana. Zalamea comenzó como periodista con solo 16 años y con 20 inició una gira como actor en una compañía teatral por América central y México. De esa época (1927) es su primera obra teatral, El regreso de Eva.
En 1928 empieza a ejercer como político y diplomático. Ese año viaja a España como consejero de la legación comercial de Colombia y conoce a Federico García Lorca, que acababa de publicar Romancero gitano en las ediciones de la Revista de Occidente de José Ortega y Gasset, un libro que desató las críticas furibundas de sus hasta entonces amigos de la Residencia de Estudiantes Luis Buñuel y Salvador Dalí.
La correspondencia conservada que intercambiaron -cinco cartas de Federico escritas en 1928 – permite reconstruir una estrecha amistad llena de complicidades. La relación entre ambos duró hasta 1933, año en que Zalamea cambió España por Londres para ocupar la plaza de vicecónsul.
Zalamea y Federico se vieron por última vez en 1932 en casa de la suegra del compositor Gustavo Pittaluga en Canillejas (Madrid). De aquella jornada refiere una brusca crisis de melancolía de Lorca y una frase: “Estamos rodeados de muertos! ¡Estamos pisando los muertos! ¡Y no lo aguanto!”.
Zalamea trató de influir en Federico para que leyera la novela vanguardista Ulises de James Joyce, según cuenta en un texto rememorativo de pocas páginas titulado Federico García Lorca, hombre de adivinación y vaticinio datado en 1966. Aunque el poeta se resistió a la lectura, fue capaz, a partir de los datos que el propio Zalamea le había suministrado unos días antes, de improvisar una disertación en la que reveló “luces, sombras, perspectivas que no habíamos visto quienes ya habíamos leído el Ulises”.
La primera carta de Lorca, datada en Granada en 1928, contiene numerosas confidencias personales: “El hombre famoso tiene la amargura de llevar el pecho frío y traspasado por linternas sordas que dirigen sobre él los otros”. Las cartas permiten deducir que ambos vivían angustiados por problemas personales de diferente índole, pero igual de dolorosos. La segunda carta, que le remite unas semanas después, contiene un fragmento de la Oda al Santísimo Sacramento que dedicaría a Manuel de Falla: “Tú no te puedes imaginar lo que es pasarse noches enteras en el balcón viendo una Granada nocturna, vacía para mí y sin tener el menor consuelo de nada”.
En la tercera carta, escrita en septiembre, le confía las pésimas semanas vividas. “Yo también lo he pasado mal. Muy mal […]. Todo el día tengo una actividad poética de fábrica. Y luego me lanzo a lo del hombre, a lo del andaluz puro, a la bacanal de carne y risa”. Federico le describe la Huerta de San Vicente, desde donde ve “el panorama de sierras más bello (por el aire) de Europa”.
Pese a las constantes invitaciones a visitar Granada y las sugerentes descripciones que le hace (“la Alhambra y los jardines están en su justo punto poético”) la visita no se produjo. La última misiva es de octubre de 1928 pero ambos volvieron a coincidir en una finca de Canillejas (Madrid) en 1932, invitados por la suegra del compositor Gustavo Pittaluga, meses antes de que el colombiano marchara a su nuevo destino diplomático en Londres. De aquella jornada Zalamea refiere una brusca crisis de melancolía de Lorca y una frase: “Estamos rodeados de muertos! ¡Estamos pisando los muertos! ¡Y no lo aguanto!”.
El asesinato de Lorca le sorprendió en Bogotá: “Me he cerciorado de que también la amistad puede ser más fuerte que la muerte, como es el caso de la mía con ese raro ejemplar humano que fue Federico: genio de España”.
La carrera política de Zalamea se enrareció en 1948 con el asesinato del líder del partido liberal Jorge Eliécer que lo condujo al exilio en Buenos Aires donde publicó, entre otras obras, El gran Burundún-Burundá ha muerto.
En 1968 obtuvo el Premio Lenin de la Paz. Mientras se celebraba la ceremonia de entrega, los tanques soviéticos invadieron Praga. Su último acto cívico, antes de morir el 10 de mayo de 1969, consistió en enviar una enérgica protesta a las autoridades de la URSS.